|
La
obra de P. Bourdieu refundó los estudios sobre la cultura e influyó
tempranamente en la crítica de Argentina, Brasil y México en los años
70. La televisión, la vida cotidiana, la caída del trabajo como identidad,
las relaciones de poder que rigen la consagración literaria: ningún
objeto cultural escapó a su crítica, desde la sociología, en sus textos
ya clásicos, y desde los medios, que en los últimos años revalorizó
como una arena pertinente para la discusión intelectual.
Intelectual
comprometido, al estilo que fue credo en los años 60, Pierre Bourdieu
no dejó de hacer propuestas específicas en su campo, la sociología
de la cultura, mientras intervenía activamente como polemista en los
meridianos de cada coyuntura política y social. Su muerte, ocurrida
el miércoles a la edad de 71 años, deja a Francia y al "progresismo"
europeo sin una de las voces que más irradió en las ciencias sociales
desde los 70. En este diálogo de 1999 con Günter Grass, difundido
a fines de ese año en el canal Arte de Francia, el sociólogo y el
entonces flamante premio Nobel hablaron sin tapujos sobre el declive
de la influencia progresista en los discursos sociales, en una caracterización
que hoy parece más vigente que cuando fue pronunciada.
Pierre
Bourdieu: —Usted mencionó alguna vez la "tradición europea o alemana
de abrir la boca", lo cual también es una tradición francesa. Cuando
planeábamos este diálogo público, evidentemente yo no sabía que usted
iba a ganar el Nobel. Me alegra mucho que el premio no lo haya cambiado,
que esté tan dispuesto como antes a "abrir la boca". Me gustaría que
los dos la abriéramos hoy aquí.
Günter
Grass: —En Alemania es más frecuente que los filósofos se reúnan
en un rincón de la sala, los sociólogos en otro y los escritores,
muchas veces distantes entre sí y en la trastienda. Una comunicación
como ésta, entre usted y yo, es la excepción. Cuando pienso en su
libro, La miseria del mundo (libro de crónicas testimoniales
coordinado y prologado por Bourdieu), o en mi último libro, Mi
siglo, hay algo que nos reúne en el trabajo: contamos la historia
desde abajo, no miramos a la sociedad desde las alturas, con el punto
de vista de los vencedores. Por nuestra profesión, se diría, estamos
visiblemente del lado de los perdedores, de los excluidos de la sociedad.
En La miseria del mundo, usted logró dejar de lado su individualidad
para concentrarse en la comprensión, sin dar a entender que sabía
más que el resto: un análisis de las condiciones sociales y de la
sociedad francesa perfectamente aplicable a otros países. Como escritor,
esas crónicas me tientan a utilizarlas como materia prima y me gustaría
que existiera un libro así sobre las condiciones sociales de cada
país. Lo único que me sorprendió, tal vez, forme parte del campo de
la sociología: en este tipo de libros no hay humor. Falta lo cómico
del fracaso, lo absurdo se desprende de ciertas confrontaciones.
P.B.:
—Usted contó, magníficamente, algunas de estas experiencias que nosotros
mencionamos. Pero la persona que recibe estas experiencias directamente
de la persona que las vivió se siente un tanto abrumado, agobiado,
y la idea de tomar distancia es prácticamente impensable. Por ejemplo,
nos sugirieron que excluyéramos del libro una cantidad de relatos
porque eran demasiado punzantes, demasiado patéticos, demasiado dolorosos.
G.G:
—Cuando mencioné lo "cómico", me refería a que la tragedia y la comedia
no se excluyen mutuamente, las fronteras entre ambas fluctúan.
P.B.:
—Es absolutamente cierto. En realidad, nuestra intención era poner
frente a los ojos de los lectores este carácter absurdo en bruto,
sin ningún efecto. Una de las consignas que nos dimos fue la necesidad
de evitar hacer literatura. Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle,
pero existe la tentación, cuando uno está frente a dramas como estos,
de escribir bien. La consigna era intentar ser todo lo brutalmente
afirmativo que fuera posible, para restituir a estas historias su
violencia superlativa, casi insoportable. Por dos motivos: por cuestiones
científicas y también literarias. Pero también por cuestiones políticas.
Pensábamos que la violencia que actualmente ejerce la política neoliberal
implementada en Europa y América latina, y en muchos países, es tan
grande que no se puede mensurar a través de análisis puramente conceptuales.
La crítica no está a la altura de los efectos que produce esta política.
G.G.:
—Usted y yo, los sociólogos y escritores somos hijos de las Luces
europeas, de una tradición actualmente cuestionada en todas partes
—por lo menos, en Francia y Alemania—, como si el movimiento europeo
de la Ilustración hubiera fracasado. El humor es uno de ellos. Cándido,
de Voltaire, o Jacques el fatalista, de Diderot, por ejemplo,
son libros en los que las condiciones sociales descriptas son igualmente
espantosas. Esto no impide que, aún en el dolor y en el fracaso, se
imponga la capacidad humana de ser cómico y, en este sentido, victorioso.
P.B.:
—Sí, pero este sentimiento que tenemos de haber perdido la tradición
de las Luces está vinculado al trastocamiento de la visión del mundo
impuesta por el neoliberalismo, hoy dominante. Pienso que la revolución
neoliberal es una revolución conservadora —en el sentido que se le
daba a una revolución conservadora en la Alemania de los años 30—
y una revolución conservadora es algo muy extraño: es una revolución
que restaura el pasado y que se presenta como progresista, que transforma
la regresión en progreso. Aunque quienes combaten esta regresión tienen
el aspecto de ser regresivos. Quienes combaten el terror tienen el
aire de ser terroristas. Es algo que usted y yo tenemos en común:
rápidamente nos tratan de arcaicos, de atrasados, de dinosaurios.
Esa es la gran fuerza de las revoluciones conservadoras, de las restauraciones
"progresistas". Incluso lo que usted dice, en mi opinión, tiene que
ver con esta idea. Nos dicen: no son graciosos. Pero, convengamos,
es una época en la que no hay de qué reírse.
G.G.:
—Mi intención no era decir que vivíamos en una época graciosa. La
risa infernal, desencadenada por los medios literarios, también es
una protesta contra nuestras condiciones sociales. Lo que hoy se vende
como neoliberalismo es un retorno a los métodos del liberalismo de
Manchester del siglo XIX. En los años 70, en todas partes en Europa,
se hizo una tentativa relativamente exitosa de civilizar al capitalismo.
Si parto del principio de que el socialismo y el capitalismo son hijos
fracasados de las Luces, tenían una cierta función de control recíproco.
Incluso el capitalismo estaba sometido a ciertas responsabilidades.
En Alemania llamábamos a eso la economía social del mercado y había
un consenso, incluso con el partido conservador, de que nunca deberían
repetirse las condiciones existentes en la República de Weimar. Este
consenso se rompió a comienzos de los años 80. Hasta los pocos capitalistas
responsables que quedan hoy llaman a la prudencia, porque se dan cuenta
de que sus instrumentos pierden el rumbo, que el sistema neoliberal
repite los errores del comunismo creando dogmas, una especie de reivindicación
de infalibilidad.
P.B.:
—Sí, pero la fuerza de este neoliberalismo es que lo aplican, al menos
en Europa, personas que se dicen socialistas. Al mismo tiempo, el
intento de adoptar una postura crítica hacia la izquierda de los gobiernos
socialdemócratas se volvió extremadamente difícil. En Francia, existió
el movimiento de las grandes huelgas de 1995, que movilizaron a la
comunidad de los trabajadores, de los empleados y también a los intelectuales.
Después hubo toda una serie de movimientos: el movimiento de los desempleados,
de los ilegales, etcétera. Hubo una suerte de agitación permanente
que obligó a los socialdemócratas en el poder a fingir un discurso
socialista. Pero en la práctica, este movimiento crítico sigue siendo
muy débil. En mi opinión, uno de los puntos centrales para el plan
político es saber cómo imponer, a escala internacional, una posición
a la izquierda de los gobiernos socialdemócratas capaz de influir
verdaderamente. Me planteo el siguiente interrogante: qué podemos
hacer nosotros, los intelectuales, para contribuir a ello. Creo que
tenemos una responsabilidad enorme en la constitución de un movimiento
de este tipo, porque la fuerza de los dominantes no es sólo económica.
También es intelectual. Y es por eso que, en mi opinión, hay que "abrir
la boca", para restaurar la utopía. Porque una de las fuerzas de estos
gobiernos neoliberales es matar la utopía.
G.G.:
—Los partidos socialistas y socialdemócratas creyeron en esta tesis,
suponiendo que el colapso del comunismo también iba a eliminar al
socialismo y perdieron confianza en el movimiento europeo de los trabajadores
que existía desde mucho antes que el comunismo. Nos lamentamos de
que la construcción de Europa se realice sólo en el terreno económico,
pero hace falta un esfuerzo de los sindicatos para encontrar una forma
de acción que trascienda lo nacional. Hay que crear un contrapeso
para el neoliberalismo mundial. Pero poco a poco, muchos intelectuales
avalan todo y, sin embargo, no se consigue nada, salvo úlceras. Hay
que decir las cosas. Es por eso que dudo de que se pueda contar exclusivamente
con los intelectuales. Mientras que en Francia, me da la impresión,
se habla sin duda "de los intelectuales", mis experiencias alemanas
me demuestran que es un malentendido creer que ser intelectual equivale
a ser de izquierda. Se pueden encontrar pruebas de lo contrario a
lo largo de toda la historia del siglo XX.
P.B.:
Para poder combatir el discurso dominante es necesario difundir, hacer
público, el discurso crítico. Nos vemos invadidos por el discurso
dominante. Los periodistas, en su gran mayoría, suelen ser cómplices,
inconscientemente, de este discurso y resulta muy difícil intentar
romper esta unanimidad. Ante todo porque, en el caso de Francia, más
allá de las personalidades consagradas, muy reconocidas, es difícil
acceder al espacio público. Cuando al principio decía que esperaba
que usted "abriera la boca" es porque pienso que la gente consagrada
es la única que, en un sentido, puede romper el círculo.
|
|