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entado
frente a un largo escritorio de laca oscura en su oficina de la Sorbona,
detrás de montañas de libros y tesis, iluminado por
la luz natural de una ventana que permitía ver los arces del
jardín, Pierre Bourdieu no parecía un setentón.
O en todo caso ese día de primavera del 2001 en que atendió
a Página/12 trataba de disimularlo con su uniforme usado desde
los ‘60: saco de tweed, camisa de jean sin corbata, pantalón
sport. Bien distinto de la escenografía de Alain Minc, el otro
monstruo de la sociología francesa, cómodo en su petit
hotel de la avenida George V, en un barrio caro de París.
Los dos se mostraron enciclopédicos pero distintos. Minc criticó
con ingenio a los que dicen que todo va mal. Bourdieu eligió
explicar, con ejemplos, qué cosas van mal.
Dijo que el trabajo no desaparece sino que la gente cada vez trabaja
más.
Criticó la globalización como un modo de quitar el gusto
de lo distinto, desde la cultura a la comida.
Alertó contra una educación de dos velocidades, una
con matriz en las escuelas de negocios de los Estados Unidos y otra
con el resto.
Y confesó estar interesado en los nuevos movimientos sociales,
que en Europa nuclean a los sin techo, a los desempleados, a las agrupaciones
feministas, y terminan planteando reivindicaciones más afines
al viejo anarcosindicalismo, opinó, que a las de la antigua
izquierda. Frase para la Argentina: “Las acciones (de los nuevos movimientos)
son cada vez más espectaculares, los protagonistas suelen tener
más instrucción que los militantes sindicales tradicionales
y emplean un compromiso físico cada vez mayor”.
Pero lo más jugoso fue la definición sobre su propio
trabajo como intelectual. “A veces temo que la gente se despierte
cuando sea demasiado tarde”, dijo. Y planteó que se sentía
moralmente obligado a parecer excéntrico al discurso dominante,
porque éste tiene pretensiones universales. “Fui pasando de
una actitud profesional a una pública”, dijo. “Si sé
que ocurrirá una catástrofe y no lo aviso, estoy cometiendo
algo parecido al delito de no asistir a una persona en peligro.” Sonaba
arrogante, claro, pero con tanto fanfarrón idiota dando vueltas
por ahí era un gusto escuchar a un tipo obsesionado por no
perder el espíritu crítico.
Un fantasma
de letras.
Por Horacio
González, pagina 12, OPINION, 27/01/02.
n
los últimos años seguramente habría decidido
tener una voz más nítida en relación a lo que
Sartre había llamado “compromiso”. Por un lado, su discurso
en la Gare de Lyon, entre maquinistas y boleteros de la estación
en huelga. Por otro lado, su libro Sobre la televisión, en
el que una vez más intentaba poner a prueba su tesis sobre
el “campo intelectual”, ahora desentrañando los símbolos
reflexivos que imponía la técnica televisiva. Si hubiéramos
de decir qué fue Bourdieu, diríamos: un sociólogo,
que a la preocupación por las formas simbólicas, a la
manera de Cassirer, le agregó una teoría clásica
del poder, de fuertes simpatías plebeyas.
Testimonio de esa inquietud es un libro que coordinó, La miseria
del mundo, que a la vez de ser una sutil interrogación sobre
las posibilidades y límites existenciales de la encuesta, entre
tantos otros temas expresa penetrantes pensamientos sobre “la desesperación
por sí mismo” en François y Alí, dos chicos de
la periferia de una ciudad francesa. Bourdieu inventó conceptos
y uno de ellos, el de habitus, la memoria ritual individual, se convirtió
fatalmente en un “sambenito” universitario que sufría en su
utilización lo mismo que deseaba criticar. El mismo fue complaciente
con esos efectos al exacerbar su crítica militante a los filósofos
que no eran capaces de reconocer una raíz social en la base
de sus gustos, distinciones y lenguajes.
Su obra es inagotable. Su interés por Pascal o por Montaigne
lograba mantener la ilusión sociológica como un capítulo
de la dignidad filosófica que, al fin y a su pesar, se encontraba
en las estaciones de tren en huelga con su ilustre antagonista, el
fantasma sartreano. Los que leímos a Bourdieu en las condiciones
argentinas, a destiempo e incompleto, los que de todos modos no compartíamos
su atareada galería de denuestos, podemos sentir un pequeño
golpe sordo en nuestra memoria. Su nombre estaba en los libros que
abrimos, perdimos o dejamos yacer en infinitas mesas de bar de Buenos
Aires. Ahora es también un fantasma de letras.
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