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En blanco y negro centelleante, una femme fatale maneja su lancha arrastrando a un esquiador acuático. El rock industrial que truena sobre esa hipnótica primera secuencia no deja lugar a dudas: estamos entrando al territorio de F.J. Ossang; una isla fortificada donde habitan los fantasmas de Artaud, Guy Debord y Jacques Tourneur. Pervirtiendo un título de Kerouac pero cercano en espíritu a las especulaciones meta-psíquicas de Burroughs, el poeta guerrero del under francés fabrica otra de sus pesadillas alucinadas a partir de la muerte (en aquella escena náutica) de su eterno alter ego Guy McKnight. Lo que sigue puede describirse como la reconstrucción de lo que pasa en el cerebro durante el tránsito al más allá; o como un viaje épico por el sistema nervioso, entre dobles genéticos, espirales y neblina. O, según Nicole Brenez, como “una poesía de las imágenes finales, los arrebatos de vértigo y los ajustes de cuentas psicológicos que invaden nuestra mente cuando se acerca la muerte: los brillos y flashes que Ossang todavía tiene para extraer de su amado celuloide plateado”.